La Perspectiva Veracruzana del Son Jarocho en las Ciudades


Arturo Barradas Benítez

 
Han pasado ya poco más de 30 años del inicio de los que hoy llamamos “movimiento jaranero” e indiscutiblemente la vitalidad de que hoy goza nuestra tradición es de reconocer y se reconoce por muchos en todas partes. La vuelta del fandango a comunidades que ya lo habían abandonado y su regreso a los medios de comunicación, han sido verdaderamente logros colectivos de los que debemos estar muy contentos todos lo que hemos aportado poco o mucho para hacerlo. No obstante esto, a mi me parece que en ocasiones sobre dimensionamos un poco la realidad y perdemos piso de lo que estamos haciendo.

De manera casi paralela al movimiento de recuperación del son en las comunidades jarochas de Veracruz, el re-ingreso de la música jarocha al gusto popular en las ciudades ha crecido de manera tan importante que, según mi opinión, en ocasiones pareciera que esta corriente de la recuperación de nuestra tradición tiene ahora su asiento en las grandes concentraciones de población de diversas partes del estado y del país e incluso y ya no tanto en las comunidades de nuestra tierra que era el objetivo inicial, dijéramos.

Es bueno recordar ahora que desde el despegue creado a través del cine y la radio en los años 40’s, la música de nuestro estado había perdido su originalidad y adoptado el estereotipo que aún hoy perdura, ese del jarocho de “punta en blanco” y mujeres de peineta y cachirulo y había pasado de ser una música de campo a convertirse ahora en campo de subsistencia para muchos músicos tradicionales en las ciudades, incluso el repertorio tradicional fue abandonado en mucho por los requerimientos de la vida “moderna” y, paulatinamente, orillando a los intérpretes a tocar música de todo tipo, en un legítimo afán de subsistencia económica.

Cuarenta años después de esta época “de oro” para la música tradicional del país y ya casi por desaparecer en algunos lados, nuestra música comenzó el regreso a las ciudades después de un largo tiempo y, nuevamente gracias al radio, recuperó su carácter popular en muchos lados. Como casi todo lo que sucede en este país, el apoyo real para la vuelta de la música inició por el Distrito Federal y de ahí empezó a irradiar hacia nuestro estado, en primer lugar, y posteriormente en todas direcciones. La labor de grupos como Mono Blanco o de difusoras como Radio Educación en este renacer, transmitiendo en la Ciudad el encuentro de Jaraneros es indiscutiblemente fundamental para que esto pasara.

Primordial también fue la labor de grupos, como Los Parientes de Playa Vicente que, avecindados en esta ciudad desde 1992, fueron de los principales promotores para la realización del Festival de Son Jarocho de Culhuacán y nos apoyaron a muchos para poder mostrar los trabajos que allá en Veracruz se hacen en materia de recuperación de la música y promover los fandangos que allá hacemos regularmente.

El encuentro entre los músicos y estudiosos del son de la ciudad con los músicos tradicionales generó no sólo interés en las comunidades, que en buena medida empezaron a revalorar lo que tenían olvidado, sino que también permitió a los músicos tradicionales entender mejor lo que ya hacían de manera lírica y facilitó el trabajo de enseñanza de la música al estandarizarla, por así decirlo, a una manera universal de afinación. Generó también una serie de estudios y trabajos que nos han ayudado a conocer mejor nuestros orígenes musicales y que a muchos les permitió la mezcla con otras tradiciones, en una búsqueda de avanzar un poco en su ejecución e incluso en la creación de nuevas melodías.
El intercambio generado entre la ciudad y nuestras comunidades dio un nuevo impulso a la música y generó también una nueva corriente de música tradicional en las ciudades. De momento vimos allá en Veracruz las primeras oleadas de “jaro-chilangos” que llegaban llenos de ánimo a sumarse a las fiestas y, casi sin darnos cuenta, fuimos de alguna manera invadidos por esta corriente de gente que hoy acude de manera constante a los fandangos. Durante los años 90, la aparición de grupos como Chuchumbé o los Cojolites, que sin abandonar su tradición proponían una nueva forma de tocar, fue la que dio la pauta a seguir durante los últimos años y propicio una nueva profesionalización de los grupos, similar a la de los años 40, pero con una raíz más fuerte en la música del campo.

La proliferación de talleres exprés en las ciudades, en los que se enseñaban los conocimientos mínimos para tocar un son jarocho, aunado al conocimiento previo que muchos tenían de otras músicas, permitió el nacimiento de nuevos grupos de son y abrió aún más el mercado, por así llamarlo, para nuestra música. Todo esto, que en apariencia iba muy bien, en algún momento “torció” su camino y comenzó a cambiar el panorama de la recuperación del son. Llenos de acordes nuevos y similitudes encontradas con otras músicas, el son jarocho comenzó a modificarse de manera paulatina y de ser un son de tarima pasó a ser un espectáculo más bien escénico en el que todos fuimos cayendo sin darnos mucha cuenta.

¿Qué ha pasado entonces con el son del campo? ¿Cuál ha sido la real influencia de este nuevo son citadino en nuestra comunidad y cómo ha afectado nuestra tradición? En respuesta a la primera pregunta, mi opinión es que la manera en que la gente de ciudad se ha apropiado el son, dejando de ver un poco su función social y privilegiando el arreglo y la mezcla o fusión con otras músicas, ha generado una nueva corriente musical allá en los pueblos, que al ver el éxito de proyectos escénicos locales y foráneos se han olvidado del fandango como fiesta tradicional y se privilegia, más que la enseñanza, la creación de grupos destinados a un público que hoy por hoy es mayoritario en las grandes urbes. La llegada del son a las ciudades modificó de manera radical el sentido que para nosotros debe tener la música y la volvió un objeto de consumo que no siempre abona a la tradición en los pueblos.

El desconocimiento de la parte “ritual” del fandango y, sobre todo, de su importantísimo papel como aglutinador social en las rancherías provocó que muchos músicos tradicionales prefirieran alejarse en cierto modo de los nuevos fandangos plagados de muchachos que, con más ánimo que conocimiento, se arremolinan alrededor de una tarima. La invasión de cámaras, aparatos de grabación y una inmensa parafernalia de equipos para registrar lo que se hace allá si bien generó al principio expectativas, con el tiempo ha pasado a ser más bien una especie de molestia para la gente mayor y uno que otro no tan mayor que continuamente son asediados, cual “rock star”, por sus seguidores. Sin embargo también generó en los muchachos jarochos sobe todo, un ansia de reconocimiento que es muy válida, pero que debería ser mejor dirigida.

Por otro lado, el son en la ciudad ha sido también un importante referente para muchos jóvenes y adultos que buscan manifestarse o por lo menos encontrar un asidero en medio de un mundo que se desbarata y que, en lugar de recompensar su esfuerzo, pareciera más bien empeñado en acabar con ellos negándoles espacios. La recuperación de lugares como en el que hoy estamos nos anima a muchos y sobre todo confirma la utilidad del son como espacio para la comunicación entre quienes a ellos asistimos.

Yo creo que es tiempo que empecemos a pensar más en el son en base a su función social y no tanto como mera música, la importancia que tiene el respeto a la tradición y sobre todo su conocimiento respetuoso deben ser los verdaderos motores que nos ayuden no sólo a revalorarlo, si no a crearlo y recréalo nuevamente. Si bien en las ciudades vemos una gran afluencia de jóvenes a los fandangos, hemos olvidado enseñar a los niños el son y, perdón por la insistencia, hemos privilegiado sólo el arreglo, la mezcla y la composición dejando de lado cosas que son más importantes: el respeto, la tolerancia y la conciencia de que lo que estamos haciendo no es recuperar sólo una música sino más bien una vía para poder recuperar nuestro país desde su base.

La importancia que para los que vivimos en Veracruz tiene el que haya son en las ciudades no debe reducirse meramente a la oportunidad de venir a tocar y ganarse unos pesos, sino más bien debe venir acompañada de procesos de recuperación real de la tradición y debe ayudar a formar a más gente en nuestros pueblos. Desde nuestro punto de vista, el sólo tener arreglos “bonitos” de las piezas que interpretamos no abona más que a la creación de nuevos mercados y deja de lado lo importante del son, que es la convivencia. Muy importante también es que quienes enseñamos el son acá seamos insistentes en aclarar que la verdadera manera de aprender la música no está en los discos, por buenos que sean, o en un taller de unos pocos días, sino en el conocimiento real de lo que allá sucede en los fandangos rurales.

La responsabilidad de quienes van de aquí para allá no se limita a cumplir con las llamadas “reglas” del fandango, sino más bien debiera estar enfocada a aprender y sobre todo a oír al músico tradicional, a aprender otras afinaciones, a aprovechar la oportunidad de conocer realmente la tradición, que no se reduce sólo a la música sino que tiene que ver con nuestra comida, nuestra manera real de vestir para la fiesta y la forma en que nos relacionamos como sociedad.

El son en lo general ha vuelto del abandono en que lo teníamos y mucho se debe a este constante ir y venir que se da de la ciudad al campo, sin embargo debemos de ser cuidadosos todos en lo que hacemos con él y sobre todo debemos asumir nuestra responsabilidad en la difusión de su manera tradicional de ejecutarlo, no podemos permitir que el afán de globalizarlo nos haga olvidar o ignorar su verdadera raíz y, sobre todo, su amplia posibilidad de participación para cualquiera que se arrime a un fandango. El respeto del que hablamos en los fandangos empieza por practicarse en dónde quiera que se realice uno, sea el campo o la ciudad, y debe ser también parte de nuestra vida diaria, si de verdad queremos con los esfuerzos que hoy hacemos por mantenerlo vivo sean de aliento duradero, pues el son afortunadamente ha roto la barreras de los límites estatales y más que de los jarochos veracruzanos, es hoy propiedad de todos los que en un momento nos atrevemos a tocar una jarana y en ese sentido, la participación de quienes viven acá es hoy, para nosotros, tan importante como la de quienes en Veracruz vivimos.

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